Andrés Martín
Texto de Andrés Martín para la presentación de Los árboles de Petia
El libro está compuesto por los 23 relatos de mayor extensión agrupados en la sección El hijo y otros cuentos y los 13 microrrelatos (más uno de propina, el de contraportada) reunidos en la sección Hojas sueltas. No parece tener mucho sentido tratar de establecer un hilo conductor, un nexo unificador de estos cuentos. Si lo hubiera, sería, en última instancia, lo que podríamos denominar el estilo, entendido en un sentido amplio como la identidad creadora del autor, su sello personal, la peculiaridad de su mirada. Esto no sería mucho decir, estaríamos insistiendo en lo obvio, es decir, en que el autor de todos ellos es la misma persona. Pero incluso esta afirmación, sería discutible. La diferencia cronológica en la escritura de estos textos y la consiguiente evolución del escritor, así como la demostrada capacidad del narrador de ser "multitud" (es esta una cualidad muy necesaria para el novelista y el cuentista), y su imaginación proteica, pondrían en entredicho la seguridad de una única autoría. Así que el primer rasgo compartido por esta gavilla de cuentos es, paradójicamente, su variedad, su diferencia, la pluralidad de registros, de temas, de ambientes, de referencias, de personajes, hasta crear lo que podríamos denominar, tomando prestado el título de la obra clásica de Pedro Mejía, una verdadera Silva de varia lección, que podríamos modernizar como Bosque de lecturas variadas, una aproximada definición de lo que es este libro, precisamente titulado Los árboles de Petia, donde cada cuento es un árbol de distinta especie y todos juntos conforman un bosquecillo donde es grato perderse y disfrutar de la sombra de los diferentes ejemplares.
En este agradable paseo, el lector irá descubriendo historias de todos los colores y texturas, viajará a lugares próximos que le resultarán familiares y a otros muy alejados; también a lugares inexistentes que César crea para nosotros, como esas islas que la lava de un volcán submarino hace surgir; lugares que no están en los mapas, pero que son los más verdaderos, como dice Queequeg, el personaje de Moby Dick.
Penetrar en el mundo -en los mundos- que el escritor ha creado supone estar preparado para el asombro y la sorpresa. En este viaje de las maravillas podemos encontrarnos extraños encuentros amañados por el azar -ese gran alcahuete-, objetos dotados de maléficos poderes, hadas perversas, fantasmas que quisieran enmendar el pasado, personajes que se topan con su autor en un parque, árboles sabios con cultura de eruditos... Pero este territorio de la fantasía es solo uno de los que el autor transita. En este libro cabe todo, es un muestrario de la literatura de género, con sus pinceladas de cinefilia, de género negro, de literatura fantástica, de visión apocalíptica, con algún relato de anatómica crudeza, con incursiones en el realismo mágico rural, en el otoñal erotismo de un cincuentón, en la Inglaterra postvictoriana, en una nueva versión del paraíso o en la maldad trivial -como de realismo sucio- de dos jóvenes.
En otras ocasiones, César se ciñe a la realidad y entonces aparece el observador tierno y escéptico de la condición humana en relatos de lo cotidiano. Abunda aquí un personaje que, con diferentes disfraces, responde a la definición que aparece en el relato titulado El enamorado: hablamos de "tipos metódicos y tranquilos que no han querido llamar la atención", seres grises en los que podemos reconocernos, actores de esa épica cotidiana aparentemente anodina pero a los que sacude algún acontecimiento inesperado y los obliga enfrentarse a los conflictos más crudos de la existencia: los miedos y la cobardía, el autoengaño, la búsqueda de la pureza, el amor compasivo, los celos asesinos, la muerte, el mal. En estos cuentos el autor aborda los sentimientos esenciales de los seres humanos con una delicadeza y una profundidad admirables. Valga como ejemplo esa magnífica lección de vitalismo, esa condensación poética del placer y el dolor de existir, de su seductora crueldad, sintetizada en el relato titulado Algodón.
Si el lector acepta el juego que el autor le propone, si se deja llevar de su mano, esta colección de relatos va a convocar en él estados de ánimo cambiantes: se sorprenderá, se reirá, volverá a ser niño en un espléndido cuento de hadas de sabor tradicional, pensará, sufrirá, se emocionará, sentirá pena, asombro, compasión, rechazo, intriga..., un cóctel de sentimientos que harán de esta lectura una experiencia gratificante y enriquecedora.
Los árboles de Petia tiene un aroma clásico a obra bien hecha, lo cual es mucho decir en una época en que lo falsario, lo improvisado, la chapuza más o menos maquillada inundan las librerías. César se encomienda a los grandes cuentistas, y hace guiños a algunos de los mejores: Kipling, Poe, Dahl, García Márquez... Los cuentos están muy bien tramados y muy bien resueltos, su estructura es sólida, se pueden leer varias veces sin el temor a que se nos desmoronen. Todo ocupa su lugar y lo que no está es también necesario. Como se recomienda en todos los consejos para escribir un cuento, si aparece un objeto ha de servir para algo; si en un cuento de César alguien quiere que le regalen un maletín de cuero, es que está tramando llenarlo con algo; si en otro cuento una muchacha de blusa blanca, falda plisada y chinelas te invita a té acompañado de tarta de manzana, precisamente "de manzana", esto no es casual; la tarta no podría ser de queso o una costrada, pongo por caso. Si un personaje bebe whisky al principio del relato haríamos mal en cambiárselo por un café.
Esa "unidad de efecto" tan característica del relato breve nos proporciona gozosas revelaciones. A veces todo el peso de la estructura depende de una palabra clave, como ocurre con la piedra clave de los arcos. Puede ser una palabra que no se dice, como en el cuento "La moneda", un posesivo que solo aparece en la última línea de "Castigo corporal", o la palabra que cierra todo el volumen, en el brevísimo "En la cueva". Aquí César se nos muestra como un maestro en la habilidad de concentrar toda la energía de lo narrado en un punto para que estalle de golpe. El lector no debe permanecer pasivo; al contrario, ha de estar muy alerta para que el botón que pulsa el resorte no le pase desapercibido.
En cuanto al estilo, decir César Ibáñez es decir esmero, precisión y sugerencia al mismo tiempo, limpieza y vuelo poético. César es poeta, y de los grandes, acostumbrado al comercio con las palabras, a la lucha por la expresión honda y hermosa. Hay mucho de poesía desperdigada en alguno de estos relatos; en otros, el voluntario prosaísmo y el lenguaje coloquial crean un contraste muy eficaz.
Dejo para el final la mención de un ingrediente muy importante del libro: el humor. Dispersas a lo largo de los diferentes relatos, gotas de un humor inteligente, socarrón, un poco subterráneo, acompañan a los personajes y a sus peripecias, y se concretan a veces en la onomástica o en los comentarios tangenciales. No se trata de ocurrencias que produzcan carcajadas, sino de algo más sutil, una especie de ironía cervantina, agridulce, a veces existencialmente amarga, que tiene mucho que ver con esa actitud del autor al contemplar la realidad con cierta distancia, con una mezcla de escepticismo, benevolencia y sentido crítico.
En definitiva, Los árboles de Petia es un regalo que no defrauda y que encierra dentro de él suficientes dosis de amenidad y buen hacer literario como para proporcionarnos muchos ratos de placentera lectura. Absolutamente recomendable.