ÉGLOGAS INVERNALES
Un dolor atraviesa tus campos amarillos:
espiral de la muerte, memoria de la nieve,
remansada quietud de los helados
estanques del invierno.
Julio Llamazares, Memoria de la nieve
I
Me siento en una piedra
y contemplo lo oscuro
del encinar, lo claro de la lana
manchada, lo terroso de mi mano.
Antes el encinar era un paisaje;
las ovejas, espejos de las nubes;
y mi mano, la llave
de las formas cercanas.
Antes de tanto exilio.
Me he sentado en un trozo de planeta
pulido y estriado por los hielos;
he visto en las encinas
las escamas doradas
de la carpa celeste;
la lana del ganado
se ha empapado de humo
y de espliego y de barro y de aguacero;
mi mano guarda huellas
de todos los rocíos,
de todos los regatos.
Después del abandono
ha llegado el invierno
con su cristal severo,
con su silencio limpio.
Contra todo pronóstico no es una derrota.

II
A veces me aventuro por los valles del sur.
A veces, cuando el hielo
se aferra blancamente
al aliento doliente del ganado
y apenas duermo por los sabañones,
me aventuro en silencio hacia los páramos
embarrados y lentos.
Me gusta caminar hacia el calor.
Debo guardarme del destello mudo
de la quemante víbora
y alzar a los corderos
atrapados en lodo
y avanzar sin sosiego,
saltando de una piedra
a otra piedra y a otra,
gigante recorriendo su archipiélago...
Pero todo me alegra
si el sol alienta próximo en mi nuca.
¡Es tan grato su soplo luminoso!
Las ovejas se aduermen en la tarde,
las moscas postrimeras las puntúan.
Cierro los ojos para arder por dentro,
para guardar en huesos y en arterias
el fulgor de las brasas.
Mas en el sur también cae la noche,
y con lo negro vuelve el largo frío
a sentarse en su trono de azabache
y a sujetar su cetro de nublados.

III
Soy un pastor sin perro,
ninguna lengua lame
la palma de mi mano.
Los corderillos me hacen algún caso,
pero en seguida aprenden a ignorarme
de sus arracimados
mayores, tan trabados, tan distantes.
Y es que no sé morderles las canillas,
ni amenazar mostrando los colmillos,
ni siquiera ladrar rotundo y corto
para que todos sepan que yo mando
y ellos ramonean.
Soy un pastor sin perro,
no sé dónde se encaman los conejos.
Conocedores de mi indiferencia,
los carneros retoman sus instintos
y conducen al pasto la manada.
Yo los sigo a distancia
y compruebo que así consiguen fuerza,
conformidad, sosiego, pundonor...
Compruebo el desapego.
Yo los sigo a distancia y sé que sobro.

IV
He soñado el consuelo:
una tibia muchacha
con los labios en flor
venía a mí en la tarde,
caminando blanquísima.
Junto a mí se sentaba y me decía
del ganado, del frío, de los árboles,
de las piedras, del cielo,
cosas tiernas y extrañas como versos.
Yo miraba sus labios,
estrictamente pétalos,
el venero sedoso de sus dedos,
la cabellera umbría,
el organdí de nieve y de azucena.
No pronuncié palabra.
Ella habló y yo miraba, nada más.
En el tiempo sin tiempo de los sueños
la dicha sosegada se mantuvo
largamente en la tarde,
frente a un sol testarudo
que se negó al ocaso.
En el lugar sin brillo de los sueños
el sosiego dichoso pervivió
hasta que, en un descuido,
cerré los ojos y seguí durmiendo.

V
Lo peor es el amo,
y lo peor del amo
es que nunca lo he visto.
Sólo viene en la noche,
furtivo, silencioso,
cuando el turbio cansancio
ya ha redondeado su victoria
sobre la soledad en mi cabeza,
y se lleva la leche,
los quesos o la lana,
alguna vez un corderillo nuevo;
y me deja una hogaza de reseco
pan y una jarra de áspero vino,
alguna vez una pelliza vieja.
No quiere que lo vea ni que hablemos:
podría ser un monstruo
cansado de dar miedo
o un ser mínimo y tímido
que me tuviera miedo
(¡a mí, al contemplativo que no alza ni la voz!)
o tal vez sordomudo
o tal vez un autómata...
Cuando abro los ojos en el alba
y veo el pan y el vino,
una concreta desazón me asalta:
es este no saber
quién conoce mi rostro y no mis ojos,
quién me ve desvalido,
quién me niega su voz.
Ahora que lo pienso quizá no sea el amo,
puede que sólo sea
un pastor de pastores
que a su vez rinde cuentas a otra sombra,
a otro mudo fantasma.

VI
Hoy he creído recordar el rostro
de mi madre. Miraba
en lo umbrío el latido de la escarcha
cuando se ha hecho la luz ante mis ojos:
unos trazos de piel
y un brillo de pupilas
emergidos al gris de la penumbra
desde la hondura tersa
de los primeros años.
He visto casi un rostro.
He creído que el rastro de la luz
que el azar ha encontrado en mi memoria,
después de tanto exilio,
reflejaba la cara de mi madre.
No he sentido nostalgia,
más bien curiosidad
y una lenta tibieza en la mirada.
Es ahora, en la noche
que hace nacer el hielo,
al recordar que esta mañana he visto
la huella de la luz de un tiempo muerto,
cuando punza mis huesos y mis vísceras
la aguja neblinosa de la desolación.

VII
Vagamente recuerdo
también una luz fría
y un bosque de perneras.
A lo lejos hay una intermitencia
de brillos verdes, amarillos, rojos:
son estrellas de vidrio
filtradas por la lente de una lágrima.
Las orejas se encogen
en el refugio del pasamontañas.
Si esto que digo ahora
es apenas la estela de un recuerdo,
¿cómo sé que aquel frío
no es éste que ahora quema
mis labios y mis dedos,
sino otro ser distinto?
Aquel frío cubría
la ajada piel del mundo
de lenta transparencia,
éste de ahora deja a la intemperie;
aquél amablemente te invitaba
al cobijo clemente de la lana,
éste te lanza al vértigo afilado,
al alba vertical.
Pero insisto, si apenas una sombra
de imagen y de tacto
me mancha la memoria
-destellos, frío, lágrima,
el breve nido del pasamontañas-,
¿cómo sé que aquel frío era otra cosa,
cómo sé que aquel mundo era otro mundo?

VIII
Yo no tengo pastor, todo me falta.
Me desmorono lento, grano a grano,
cuando llega la lluvia,
y por eso al final del aguacero
consigo ser de arcilla nuevamente.
Nunca encuentro el camino,
nadie ha puesto caminos a mis pies,
y por eso los pasos
se me esponjan a veces como musgos;
otras veces tan rígidos,
tan de hueso solar.
En la tiniebla tiemblo,
me traspasa su hierro
como aguja de hielo,
y por eso me escondo de la noche
en la brasa dudosa del fosfeno.
Me alimento de leche,
sólo de vez en cuando pan y vino,
y por eso rebosa mi saliva
de sabores añejos.
Cuando me acuesto veo
encima de mi cuerpo
una trama de ramas, paja y barro,
y por eso concibo la intemperie
como abierta morada.
Yo no tengo pastor, todo me falta.
Por no tener no tengo ni cayado.

IX
Ayer nevó en silencio 
durante todo el día.
Hoy el sol me presenta un mundo limpio
y el aire frío aclara los sentidos
y las cosas son nítidas 
y los límites fieles.
El rebaño descansa en la majada
herida, hendida, antigua,
de adobe quebradizo.
Si hubiera otro pastor la arreglaríamos.
No quieren ensuciar esta pureza.
Yo tampoco. Por eso me acuclillo
bajo el dintel rugoso de la choza
y entrecierro los ojos
-tanta blancura es casi insoportable-
y silbo una canción que no recuerdo
haber oído nunca.
Ha llegado la calma cristalina,
la victoria creciente de la luz.
¡Qué pequeña y qué negra mi pupila
para tamaña claridad!

X
He llevado el rebaño hacia el oeste
buscando una solana en que la hierba
al hollarla no cruja.
Al tercer día hemos encontrado
una ladera rala
no del todo aterida
y mis crudas ovejas, 
sistemáticamente,
se han aplicado pulcras al saqueo.
Yo he subido al collado,
notando que el aliento 
se me helaba en la barba,
en busca de horizonte.
Lo he encontrado: azulado, calinoso,
también gris, también tibio,
como disuelto en lágrimas.
De repente he creído ver perfiles
rectangulares, obra de los hombres,
geometría tensa que casi no recuerdo.
Fugazmente he creído
ver a lo lejos dientes de ciudad,
pero pronto la bruma ha diluido
los ángulos, las rectas.
Del espejismo queda
una nube alargada.
Mejor así, cercado por lo próximo.
Ya no hay más horizonte
que mi mano extendida.

XI
Recuerdo haber oído 
hablar de golondrinas,
de cigüeñas, de cuervos, de perdices,
de verderones, de águilas, de búhos,
pero sólo me acuerdo 
de haber visto gorriones.
Eran tan cotidianos, tan vulgares,
que resultaba fácil ignorarlos,
pero yo me fijé, quizá sólo una vez,
-los ojos nuevos, la atención intacta-
en su manera de esquivar en vuelo,
de mecer el pescuezo,
de servirse de todo lo pequeño.
Con discreción y con inteligencia
se adueñaban del mundo a ras de suelo
-migas de pan y pipas- y volaban
hasta sus atalayas 
y seguían mirando
para no molestar a los gigantes.
Mi memoria no guarda su sonido,
supongo que silbaban.
Sin aves ni aviones 
el cielo es un océano
de rigurosos minerales gélidos,
una extensión polar de nada y de zafiro.

XII
Me he sentado debajo de una encina
para librarme de una garrapata.
Después me he dado cuenta
de que estaba a resguardo 
del inclemente tiempo,
de su corteza amarga,
debajo de estas hojas que jamás
cejan. La fuerza de la encina es simple:
la pura resistencia, 
la resistencia pura.
Aquí están, poderosas, desde siempre.
Las raíces no entran en la tierra,
se hunden en los años;
el tronco no sostiene la ramada,
hace nacer nervudas manos lentas;
las bellotas no granan ni maduran,
fluyen desde la flor al alimento.
Las encinas encajan 
entre el aire y la tierra
como el ojo en su cuenca.
Son la verdad opaca del verdor,
la savia inevitable,
el orgullo leñoso del aguante.

XIII
He respirado el peso de la niebla,
su contundencia líquida.
Me ha lamido la cara 
la nube de la niebla
y me ha nacido un asco ingobernable
a su lengua de alga.
Esta niebla está viva y me requiere,
y no sé para qué.
Me he encerrado en la choza
rodeado de miedos y de náuseas.
(Antes la niebla era una mancha lenta
que iba borrando cosas prescindibles;
era hermoso quedarse con lo próximo,
fijar en lo inmediato las lindes de la vida,
antes de tanto exilio.)
Echo más leña al fuego, 
me voy tranquilizando.
El enemigo informe no se atreve
con las lenguas de oro de la hoguera.
Tras la puerta adivino el movimiento
húmedo y sinuoso, 
la caricia de baba.
Noto tras los adobes 
los dedos sudorosos,
pero fríos, muy fríos,
y el aliento de humo.
Sobre el techo de ramas sé su grasa,
ese vientre viscoso 
que arrastra por los montes.
Estoy sitiado por la niebla muda;
tiene algo de serpiente,
tiene algo de conjuro y me requiere,
y no sé para qué.

XIV
Se me ha muerto una oveja.
Se tumbó hace dos días 
sobre su lado izquierdo
a esperar a su muerte 
con los ojos abiertos.
A ratos ha balado,
yo diría que más admonitoria
que quejumbrosa. Sola
dentro de su final.
Sus calmosas colegas 
apenas la han mirado:
saben que son iguales,
pero saben mejor que sólo cuenta
la suma de sus tiempos
para ser para siempre 
lo que son desde siempre,
una única oveja
multiplicada en vano, falsamente
dividida en remedos.
Por lo tanto no tienen compasión,
no merece la pena,
no es certera la muerte 
si los otros perviven.
Yo no tengo consuelo, sin embargo.
Ni me atrevo a tocarla, tan inánime,
tan tierra solamente, 
tan puro mineral.
La miro y me estoy viendo
y no puedo evitar sentir el miedo
perfecto. Ni siquiera
puedo acudir a mi pensar sereno:
si aún hubiera buitres
esta carne sería cadáver con sentido.

XV
De los primeros años,
los anteriores a la soledad,
sólo echo de menos una cosa:
el tacto de otra mano,
la ligazón templada de mis dedos
con los dedos más grandes del adulto
-padre, madre, niñera... yo no sé-
que me llevaba hacia las cosas nuevas
cogido de la mano.
Recuerdo aquel calor
como una forma de felicidad.
He tocado belleza desde entonces:
el lirio dulce y denso,
cierto canto de río pulido hasta la talla,
el esfuerzo del boj en su madera,
la arcilla delicada,
el alma de agua de la zarzamora.
Pero nada tan pleno
como aquel depender cálidamente
de un cobijo de piel.
Acudiré al lugar de la memoria
donde pervive aquella confianza
cuando la turbia muerte 
me llame por mi nombre.
Y tenderé la mano.

XVI
Mientras ordeño me imagino cosas
y me las voy contando.
Será porque me aburre la tarea
o porque las ovejas 
se están quietas así,
el caso es que les cuento
y me cuento quiméricas historias.
La de hoy decía esto:
"En un mundo de arañas, 
solamente de arañas
-minúsculas o gordas, alargadas o esféricas,
peludas o pulidas-,
apareció un insecto. Lo hicieron prisionero
y convocaron una conferencia
de expertas en rarezas. Aventuraron causas,
supusieron orígenes,
analizaron formas y colores.
La conclusión fue unánime:
eliminar al bicho de seis patas.
Una vez ingerido por las jefas,
la muchedumbre octópoda 
respiró con alivio.
Y pasó el tiempo, como siempre pasa.
Surgió entre las arañas un profeta,
una modesta tegenaria gris
de voz profunda y limpia
que se empeñó en decir que aquel insecto
que los antepasados inmolaron
era el hijo del Ser de patas infinitas.
Nació la doble fe de esta manera,
y más tarde las sectas:
hexapodistas, abdomones, hijas
del sacro exoesqueleto,
artropodantes, queliceradólicos...
Y así las secesiones y las guerras
y el espanto y la rabia.
La confusión fue eterna."
Las ovejas levantan la cabeza
y me miran -no puedo no decirlo-
con los ojos burlones.

XVII
Sólo hay puerta en mi choza, no hay ventanas.
Las paredes de adobe delimitan
un puñado de aire amarillento.
No tengo ni siquiera chimenea,
el humo de la lumbre 
se filtra entre el ramaje
y las pajas del techo,
el humo de la lumbre que construyo
con pedernal y yesca,
el humo de la lumbre que calienta
mis lentos huesos pálidos,
mi piel endurecida.
Cuando cierro la puerta por la noche
y bebo leche y miro 
las formas de mi fuego,
siempre vuelve a mi mente 
la ausencia de ventanas.
Sería hermoso ver alguna estrella.
Cuando en las brasas bailan 
las almas de las llamas
todavía no sé si donde estoy
es refugio o es celda,
seno materno o cárcel.
Cuando sólo el rescoldo permanece,
mínimo sol oculto en la ceniza,
ya sé que es ambas cosas a la vez.

XVIII
Al despertar he visto
dos hogazas de pan junto a la puerta
y un cuenco de madera.
He pensado que el amo 
se había equivocado,
que no caben sorpresas en la vida
de este pastor sin perro,
que sería cruel -hasta qué punto-
sembrarme la esperanza de lo nuevo,
el desvelo perpetuo
de que sea posible la inminencia.
He abierto la puerta
y la luz blanquecina del nublado
se ha sumido en el cuenco
como en un ojo ávido:
¡miel salvadora, miel deliberada,
tostada luz de madurez y tino!
La he alzado hasta ver mi rostro en ella,
tanto otoño en mis manos,
tanta esencia de ocaso.
La he probado y el pulso del dulzor
haciéndose cadencia por mi sangre
me ha hecho tiritar.
Y después he llorado,
y ha sido un filón manso
lo que se ha deslizado hasta el bigote,
ha sido manantial
de calma el que ha bañado de tibieza
el peso de mis párpados.
Esta miel delicada, misteriosa,
esta miel sin porqué,
me ha dado paz de pronto.
Esta condensación de atardeceres
está echando raíces en los surcos
arados del cerebro.
Pero no ha de servirme de semilla,
llega tarde y por eso
vuelvo a llorar sin duelo, mansamente.

XIX
Otra vez he pensado en el verano,
en el dulce estridor de los insectos,
en el alivio claro de la fuente,
en la paciencia neta 
de mirar lagartijas,
en la presencia exacta 
de la luz en las piedras...
¡Otra vez la codicia del verano,
maldita sea! No
quiero vivir pendiente del deseo,
debo aceptar el frío
como acepté el calor, al fin y al cabo
son un par de impostores.
Me niego a esta añoranza,
a este engaño trivial 
de una memoria altiva
que selecciona entre sus contenidos
los más apetecibles.
Imaginar verano en este invierno
es la mejor manera 
de aferrar la tristeza
y pegarla a la piel,
es ver las trampas y seguir jugando.
Es absurdo y estúpido
rememorar los días 
de luz interminable,
el ganado a la sombra, sesteando,
una brisa de espliego repentina,
las previsibles moscas tan iguales,
las bellotas del alba, las nocturnas
moras casi de miel...

XX
También echo de menos los olores:
el tomillo directo, generoso,
ancho, noble, locuaz;
la resina dulzona, perezosa;
el espliego ligero y algo tímido,
fresco, primario, ácido;
la densidad sedosa
y maleable de la manzanilla;
la opaca madurez de las encinas,
tan leve, tan exacta;
el picor orgulloso de los pinos;
la sustancia celeste de la hierba
segada por los dientes del ganado...
(Cerrar los ojos y gozar la vida
de cada lento aroma
y sus múltiples nupcias
con los otros olores y sus riñas
y sus victorias y sus consunciones
es hermoso y es útil.)
Y el fragor de los mínimos naceres
en el olor del barro,
y la tensión de siglos de rigor
en la pulida exhalación de mena
que brota de la piedra,
y la respiración redonda y alta
que anida en el calor.
También echo de menos todo esto.
El invierno no huele.

XXI
Necesitaba huir, 
al menos unas horas
sentirme otro en otro 
lugar y en otro tiempo,
y me he subido al monte 
más alto del contorno.
Penoso cada paso
ha sido entre la nieve, entre los pinos
también de nieve. Heridos
los ojos de blancura, 
la garganta de frío,
he subido, he subido sin parar,
con cabezonería,
casi con ansia de desesperado,
¡arriba, arriba, arriba!
Y de pronto, en lo alto,
se me ha acabado el sitio de la huida.
Cierro los ojos sin aliento, toso.
Cuando puedo mirar veo la blanca
piel manchada de suelo del paisaje.
Pero hay algo distinto,
algo que no conozco y que me asombra:
una lejana torre 
de varas de metal
entretejidas, sogas
o cables suspendidos de su cima.
No es hermoso ni vive
y sea lo que sea 
significa el pasado.
No hay manera de huir y estoy temblando.
Desciendo a trompicones,
la plaga de este invierno 
se propaga en mi sangre.

XXII
Ha empezado el deshielo.
Estoy oyendo su rumor de fuente,
su suma de crujidos,
la quebradura de sus huesos mínimos.
El sol ha despertado 
de su sueño de niebla
y empieza su trabajo de caricias.
Lentamente la luz
nueva restaurará colores viejos,
regresará el olor de las corolas,
la vibración melosa de los élitros.
Tendría que estar bien, casi contento,
pero me noto entumecido y torpe.
Algo está adelgazándome por dentro,
algo se mustia en mí.
No soy capaz de convertir en gozo
esta inminencia clara,
esta proximidad de nacimiento;
pero yo nada importo.
Tan pronto como el hato pise barro
habrá llegado aquí la primavera,
la dulce, la añorada, la recia primavera.

XXIII
Apenas he podido levantarme.
He abierto la majada y he tenido
que sentarme en las piedras, asolado,
hojarasca de otoño.
Los carneros me miran confundidos,
como si fuera un árbol del revés.
Sus pezuñas se hunden en la nieve
y llegan hasta el barro
y manchan el paisaje de esperanza.
Adivino las yemas en las ramas,
la larva en el capullo, 
el embrión en la madre.
Un sol recién nacido
me templa rostro y manos.
Una nube de lana rige el cielo
desde su sede de oro,
allá donde la aurora se levanta.
Tan derrotado estoy que la belleza
me hace sonreír,
así la paradoja se completa.
Será mejor que intente 
poner la mente en blanco,
tengo que coger fuerzas
para poder volver bajo la manta.

XXIV
Estoy enfermo, débil.
Me acurruco en el catre de la choza
con los ojos cerrados
y siento en mí la fiebre 
como cigarra sorda,
como carcoma densa.
Restos de luz irrumpen en mis párpados:
un naufragio naranja,
un ocaso interior.
Se esparcen los balidos por el aire,
son guijarros cansados en mi oído.
Había dos ovejas a punto de parir.
No he podido ayudarlas,
no me echarán de menos.
Oigo pasos afuera, pasos lentos,
no animales pisadas sino pasos
hermanos de los míos,
pasos con pies y piernas, pasos vivos
que anuncian una voz.
Abro los ojos y difícilmente
respiro. Tengo miedo.
No sé si será el amo
o la tibia muchacha de los labios en flor.

© 2016, César Ibáñez París, Soria, España
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